Alle Menschen
drinnen blickten auf Karens rote Schuhe,
und alle Bilder blickten darauf, und als
Karen vor dem Altar kniete und den goldenen
Kelch an ihre Lippen setzte, dachte sie
nur an die roten Schuhe. Es war ihr, als
ob sie selbst in dem Kelche vor ihr schwämmen;
und sie vergaß, den Choral mitzusingen
und vergaß, ihr Vaterunser zu beten.
Nun gingen alle Leute aus der Kirche, und
die alte Dame stieg in ihren Wagen. Karen
hob den Fuß, um hinterher zu steigen;
da sagte der alte Soldat, der dicht dabei
stand:»Sieh, was für schöne
Tanzschuhe.«
Und Karen konnte es nicht lassen, sie mußte
ein paar Tanzschritte machen! Und als sie
angefangen hatte, tanzten die Beine weiter;
es war gerade, als hätten die Schuhe
Macht über sie bekommen; sie tanzte
um die Kirchenecke herum und konnte nicht
wieder aufhören damit; der Kutscher
mußte hinterher laufen und sie festhalten.
Er hob sie in den Wagen; aber die Füße
tanzten weiter, so daß sie die gute
alte Dame heftig trat. Endlich zogen sie
ihr die Schuhe ab, und die Beine kamen zur
Ruhe. Daheim wurden die Schuhe in den Schrank
gesetzt, aber Karen konnte sich nicht enthalten,
sie immer von neuem anzusehen.
Toda la
gente, y también las imágenes,
miraban los zapatos rojos de la niña
y cuando Karen se arrodilló ante el
altar poniendo a sus labios el cáliz
de oro, sólo pensaba en sus zapatos
rojos. Le pareció como si estuviran
nadando en el cáliz; y olvidó
unirse al coral, y olvidó el rezo del
Padrenuestro.
Finalmente toda la gente salió de la
iglesia y la anciana subió a su coche.
Karen levantó el pie para subir también,
y en ese momento el soldado, que estaba de
pie tras ella, dijo -¡mira qué
lindos zapatos de baile!-
Sin poder impedirlo, Karen dio unos saltos
de danza. Y una vez empezado, las piernas
siguieron bailando; era como si los zapatos
tuvieran algún poder sobre ellos. Siguió
bailando alrededor de la iglesia, sin lograr
contenerse. El cochero tuvo que correr tras
ella, sujetarla y llevarla al coche, pero
los pies continuaban bailando, tanto que la
vieja señora los dio un fuerte puntapié.
Por fin, le quitaron a Karen los zapatos,
y las piernas se tranquilizaron. Al llegar
a la casa, la señora guardó
los zapatos en el armario, pero no sin que
Karen pudiera privarse de ir a contemplarlos.
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