»Meine
vortreffliche, kleine Nachtigall«,
sagte der Haushofmeister, »ich habe
die große Freude, Sie zu einem Hoffeste
heute Abend einzuladen, wo Sie Dero hohe
Kaiserliche Gnaden mit Ihrem prächtigen
Gesange bezaubern werden!«
»Der nimmt sich am besten im Grünen
aus!«, sagte die Nachtigall, aber
sie kam doch gern mit, als sie hörte,
daß der Kaiser es wünschte. Auf
dem Schlosse war alles aufgeputzt. Wände
und Fußboden, die von Porzellan waren,
glänzten im Strahle vieler tausend
goldener Lampen, und die prächtigsten
Blumen, die recht klingeln konnten, waren
in den Gängen aufgestellt. Da war ein
Laufen und ein Zugwind, aber alle Glocken
klingelten so, daß man sein eigenes
Wort nicht hören konnte.
Mitten in dem großen Saal, wo der
Kaiser saß, war ein goldener Stab
hingestellt, auf dem sollte die Nachtigall
sitzen. Der ganze Hof war da, und die kleine
Köchin hatte die Erlaubnis erhalten,
hinter der Tür zu stehen, da sie nun
den Titel einer wirklichen Hofköchin
bekommen hatte. Alle waren in ihrem größten
Staate, und alle sahen nach dem kleinen,
grauen Vogel, dem der Kaiser zunickte.
-Mi pequeño
y excelente ruiseñor -dijo el mayordomo-
tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta
en palacio esta noche, donde podrá
encantar con su magnífico canto a
Su Imperial Majestad.
-Suena mejor en el bosque -objetó
el ruiseñor; pero cuando le dijeron
que era un deseo del soberano, los acompañó
gustoso. En palacio todo había sido
pulido y fregado. Las paredes y el suelo,
que eran de porcelana, brillaban a la luz
de millares de lámparas de oro; las
flores más exquisitas, con sus campanillas,
habían sido colocadas en los corredores;
las idas y venidas de los cortesanos producían
tales corrientes de aire que las campanillas
no cesaban de sonar y uno no oía
ni su propia voz.
En medio del gran salón donde el
emperador estaba, habían puesto una
percha de oro para el ruiseñor. Toda
la Corte estaba presente, y la pequeña
cocinera había recibido autorización
para situarse detrás de la puerta,
pues tenía ya el título de
cocinera de la Corte. Todo el mundo llevaba
sus vestidos de gala, y todos los ojos estaban
fijos en la avecilla gris, a la que el emperador
hizo seña de que podía empezar.