»Kommt
ihr herab aus der Luft,
Steigt ihr aus tiefem Meer,
Schlieft ihr in dunkler Gruft,
Stammt ihr vom Feuer her:
Allah ist euer Herr und Meister,
ihm sind gehorsam alle Geister.«
Ich muß gestehen, ich glaubte gar
nicht recht an diesen Spruch, und mir stieg
das Haar zu Berg, als die Tür aufflog.
Herein trat jener große, stattliche
Mann, den ich am Mastbaum angenagelt gesehen
hatte. Der Nagel ging ihm auch jetzt mitten
durchs Hirn; das Schwert aber hatte er in
die Scheide gesteckt; hinter ihm trat noch
ein anderer herein, weniger kostbar gekleidet;
auch ihn hatte ich oben liegen sehen. Der
Kapitano, denn dies war er unverkennbar,
hatte ein bleiches Gesicht, einen großen,
schwarzen Bart, wildrollende Augen, mit
denen er sich im ganzen Gemach umsah. Ich
konnte ihn ganz deutlich sehen, als er an
unserer Türe vorüberging; er aber
schien gar nicht auf die Türe zu achten,
die uns verbarg. Beide setzten sich an den
Tisch, der in der Mitte der Kajüte
stand, und lenguas laut und fast schreiend
miteinander in einer unbekannten Sprache.
Sie wurden immer lauter und eifriger, bis
endlich der Kapitano mit geballter Faust
auf den Tisch hineinschlug, daß das
Zimmer dröhnte. Mit wildem Gelächter
sprang der andere auf und winkte dem Kapitano,
ihm zu folgen. Dieser stand auf, riß
seinen Säbel aus der Scheide, und beide
verließen das Gemach. Wir atmeten
freier, als sie weg waren; aber unsere Angst
hatte noch lange kein Ende. Immer lauter
und lauter ward es auf dem Verdeck. Man
hörte eilends hin und her laufen und
schreien, lachen und heulen. Endlich ging
ein wahrhaft höllischer Lärm los,
so daß wir glaubten, das Verdeck mit
allen Segeln komme zu uns herab, Waffengeklirr
und Geschrei - auf einmal aber tiefe Stille.
Als wir es nach vielen Stunden wagten hinaufzugehen,
trafen wir alles wie sonst; nicht einer
lag anders als früher. Alle waren steif
wie Holz.
Bajáis
del aire,
subís del profundo fondo del mar,
dormís en la tumba oscura
acudís del fuego;
Alá es vuestro señor y maestro,
a él obedecen todos los espíritus.
Tengo que reconocer que no creía mucho
en aquel conjuro y que los pelos se me erizaron
cuando se abrió la puerta. Entró
aquel alto hombre imponente, que había
visto clavado en el mástil. el clavo
le atravesaba también el centro de
la frente, pero tenía la espada envainada;
tras él entró otro, vestido
menos lujosamente, al que también había
visto arriba.
El capitán, pues lo era sin ninguna
duda, tenía un rostro pálido,
una gran barba negra y ojos extraviados que
recorrían todo el cuarto.
Pude verle claramente cuando pasó junto
a nuestra puerta; pero él pareció
no prestar ninguna atención a la puerta
que nos ocultaba. Los dos se sentaron a la
mesa que estaba en el centro del camarote
y hablaban entre sí caso a gritos en
un idioma desconocido. Fueron hablando cada
vez más alto y con más vehemencia,
hasta que el capitán golpeó
en la mesa con el puño cerrado de tal
modo que hizo temblar la habitación.
con espantosos carcajadas saltó el
otro y señaló al capitán
que le seguía. Éste se levantó,
desenvainó su sable y ambos salieron
del cuarto.
Respiramos aliviados cuando se fueron, pero
nuestra angustia aún no iba a cesar.
en la cubierta había cada vez más
ruido. Se oía ir y venir apresuradamente,
gritar, reír y sollozar.
Por fin se desató un ruido verdaderamente
infernal, de tal modo que creímos que
la cubierta se nos vendría encima con
todas las velas, el estruendo de armas y los
gritos; pero de repente un profundo silencio
total.
Cuando después de muchas horas nos
atrevimos a subir, encontramos todo como antes;
ni uno estaba en un lugar distinto. Todos
estaban rígidos como madera.