Ich muß
weit ausholen, um mich dir ganz verständlich
zu machen. Ich bin in Alessandria von christlichen
Eltern geboren. Mein Vater, der jüngere
Sohn eines alten, berühmten französischen
Hauses, war Konsul seines Landes in Alessandria.
Ich wurde von meinem zehnten Jahre an in
Frankreich bei einem Bruder meiner Mutter
erzogen und verließ erst einige Jahre
nach dem Ausbruch der Revolution mein Vaterland,
um mit meinem Oheim, der in dem Lande seiner
Ahnen nicht mehr sicher war, über dem
Meere bei meinen Eltern eine Zuflucht zu
suchen. Voll Hoffnung, die Ruhe und den
Frieden, den uns das empörte Volk der
Franzosen entrissen, im elterlichen Hause
wiederzufinden, landeten wir. Aber ach!
Ich fand nicht alles in meines Vaters Hause,
wie es sein sollte; die äußeren
Stürme der bewegten Zeiten waren zwar
noch nicht bis hierher gelangt, desto unerwarteter
hatte das Unglück mein Haus im innersten
Herzen heimgesucht. Mein Bruder, ein junger,
hoffnungsvoller Mann, erster Sekretär
meines Vaters, hatte sich erst seit kurzem
mit einem jungen Mädchen, der Tochter
eines florentinischen Edelmannes, der in
unserer Nachbarstadt wohnte, verheiratet;
zwei Tage vor unserer Ankunft war diese
auf einmal verschwunden, ohne daß
weder unsere Familie noch ihr Vater die
geringste Spur von ihr auffinden konnten.
Man glaubte endlich, sie habe sich auf einem
Spaziergang zu weit gewagt und sei in Räuberhände
gefallen. Beinahe tröstlicher wäre
dieser Gedanke für meinen armen Bruder
gewesen als die Wahrheit, die uns nur zu
bald kund wurde. Die Treulose hatte sich
mit einem jungen Neapolitaner, den sie im
Hause ihres Vaters kennengelernt hatte,
eingeschifft. Mein Bruder, aufs äußerste
empört über diesen Schritt, bot
alles auf, die Schuldige zur Strafe zu ziehen;
doch vergebens; seine Versuche, die in Neapel
und Florenz Aufsehen erregt hatten, dienten
nur dazu, sein und unser aller Unglück
zu vollenden.
Tengo que
empezar de muy lejos para que puedas entenderme
por completo. Nací en Alejandría,
de padres cristianos. Mi padre, el menor de
una antigua y famosa casa francesa, era cónsul
de su país en Alejandría. Desde
los diez años me educaron en Francia,
en casa de un hermano de mi madre, y sólo
algunos años después de la revolución
dejé mi patria para dirigirme con mi
tío, que ya no se sentía seguro
en la tierra de sus antepasados, a buscar
refugio junto a mis padres al otro lado del
mar.
Desembarcamos con la esperanza de encontrar
en la casa paterna el descanso y la paz que
nos negaba el pueblo revolucionario de los
franceses.
Pero, ¡ay!, en casa de mi padre no encontré
todo como esperaba; las tormentas exteriores
de esos tiempos agitados no habían
llegado aún hasta allí y por
eso era más inesperado que la desgracia
se hubiese apoderado de mi casa.
Mi hermano, un hombre joven y lleno de posibilidades,
primer secretario de mi padre, se había
casado hacía poco con una chica joven,
hija de un noble florentino que vivía
en nuestra vecindad.
Dos días antes de nuestra llegada,
ésta había desaparecido sin
que nuestra familia ni su padre pudieran encontrar
la más mínima huella de su paradero.
Se acabó por creer que se habría
aventurado a ir demasiado lejos en un paseo
y habría caído en manos de bandoleros.
Esta idea casi habría sido consuelo
mayor para mi pobre hermano que la verdad
de la que pronto nos enteramos.
La infiel se había fugado con un joven
napolitano al que había conocido en
casa de padre.
Mi hermano, ofendido al máximo por
esta conducta, hizo todo lo posible para castigar
a la culpable, pero en vano.
Sus intentos, que habían despertado
interés en Nápoles y Florencia,
sólo sirvieron para coronar su desgracia
y la nuestra.