Muck hatte
die ganze Geschichte in seinem Versteck,
wohin er sich zurückgezogen hatte,
gehört und erkannte, daß es jetzt
Zeit sei zu handeln. Er hatte sich schon
vorher von dem aus den Feigen gelösten
Geld einen Anzug verschafft, der ihn als
Gelehrten darstellen konnte; ein langer
Bart aus Ziegenhaaren vollendete die Täuschung.
Mit einem Säckchen voll Feigen wanderte
er in den Palast des Königs und bot
als fremder Arzt seine Hilfe an. Man war
von Anfang sehr ungläubig; als aber
der kleine Muck eine Feige einem der Prinzen
zu essen gab und Ohren und Nase dadurch
in den alten Zustand zurückbrachte,
da wollte alles von dem fremden Arzte geheilt
sein. Aber der König nahm ihn schweigend
bei der Hand und führte ihn in sein
Gemach; dort schloß er eine Türe
auf, die in die Schatzkammer führte,
und winkte Muck, ihm zu folgen. »Hier
sind meine Schätze«, sprach der
König, »wähle dir, was es
auch sei, es soll dir gewährt werden,
wenn du mich von diesem schmachvollen Übel
befreist.«
Das war süße Musik in des kleinen
Muck Ohren; er hatte gleich beim Eintritt
seine Pantoffeln auf dem Boden stehen sehen,
gleich daneben lag auch sein Stäbchen.
Er ging nun umher in dem Saal, wie wenn
er die Schätze des Königs bewundern
wollte; kaum aber war er an seine Pantoffeln
gekommen, so schlüpfte er eilends hinein,
ergriff sein Stäbchen, riß seinen
falschen Bart herab und zeigte dem erstaunten
König das wohlbekannte Gesicht seines
verstoßenen Muck. »Treuloser
König«, sprach er, »der
du treue Dienste mit Undank lohnst, nimm
als wohlverdiente Strafe die Mißgestalt,
die du trägst. Die Ohren laß
ich dir zurück, damit sie dich täglich
erinnern an den kleinen Muck.«
Als er so gesprochen hatte, drehte er sich
schnell auf dem Absatz herum, wünschte
sich weit hinweg, und ehe noch der König
um Hilfe rufen konnte, war der kleine Muck
entflohen. Seitdem lebt der kleine Muck
hier in großem Wohlstand, aber einsam;
denn er verachtet die Menschen. Er ist durch
Erfahrung ein weiser Mann geworden, welcher,
wenn auch sein Äußeres etwas
Auffallendes haben mag, deine Bewunderung
mehr als deinen Spott verdient.
Muck se
había enterado del asunto en el escondite
donde se había retirado y se dijo que
era el momento de actuar.
Con el dinero conseguido de la venta de los
higos se había comprado un traje que
le daría la apariencia de un sabio;
una larga barba de pelo de cabra completaba
el disfraz.
Con un saquito lleno de higos se dirigió
al palacio real y ofreció su colaboración
como médico extranjero.
Al principio estaban muy escépticos;
pero, cuando el pequeño Muck dio a
comer un higo a uno de los príncipes
y las orejas y la nariz volvieron a su ser,
todos querían que el médico
extranjero los curara.
Pero el rey le tomó de la mano en silencio
y le llevó a su habitación;
ahí abrió una puerta que conducía
a la cámara del tesoro e indicó
a Muck que le siguiese.
-Aquí están mis tesoros- dijo
el rey, -elige lo que sea y será tuyo
si me libras de este ignominioso mal.
A música celestial sonaron estas palabras
en los oídos del pequeño Muck;
nada más entrar vio sus babuchas en
el suelo y a su lado el bastoncillo. Dio una
vuelta por la sala, como si quisiera admirar
los tesoros del rey, pero, apenas se acercó
a las babuchas, se las calzó rápido,
cogió el bastoncillo, se quitó
la barba postiza y mostró al pasmado
rey el rostro bien conocido del desterrado
Muck.
-¡Rey infiel- dijo, -que pagas con ingratitud
servicios leales, recibe como castigo bien
merecido la deformidad que soportas! Conservarás
las orejas, para que te acuerdes todos los
días del pequeño Muck.
Después de haber hablado así,
giró rápidamente sobre el tacón,
deseó marcharse muy lejos y, antes
de que el rey pudiese pedir auxilio, el pequeño
Muck había desaparecido.
Desde entonces, el pequeño Muck vive
con gran riqueza, pero solo, pues desprecia
a los hombres.
Por la experiencia se ha convertido en un
hombre sabio y, aunque su apariencia pueda
tener algo de llamativo, más merece
tu admiración que tu burla.