Der Schneidergeselle
Labakan war sehr erstaunt über diese
Mitteilung, er betrachtete von jetzt an
den Prinzen Omar mit neidischen Augen, erzürnt
darüber, daß das Schicksal jenem,
obgleich er schon für den Neffen eines
mächtigen Bassas galt, noch die Würde
eines Fürstensohnes verliehen, ihm
aber, den es mit allem, was einem Prinzen
nottut, ausgerüstet, gleichsam zum
Hohn eine dunkle Geburt und einen gewöhnlichen
Lebensweg verliehen habe. Er stellte Vergleiche
zwischen sich und dem Prinzen an. Er mußte
sich gestehen, es sei jener ein Mann von
sehr lebhafter Gesichtsbildung; schöne,
lebhafte Augen, eine kühngebogene Nase,
ein sanftes, zuvorkommendes Benehmen, kurz,
alle Vorzüge des Äußeren,
die jemanden empfehlen können, waren
jenem eigen. Aber so viele Vorzüge
er auch an seinem Begleiter fand, so gestand
er sich doch, daß ein Labakan dem
fürstlichen Vater wohl noch willkommener
sein dürfte als der wirkliche Prinz.
Diese Betrachtungen verfolgten Labakan den
ganzen Tag, mit ihnen schlief er im nächsten
Nachtlager ein, aber als er morgens aufwachte
und sein Blick auf den neben ihm schlafenden
Omar fiel, der so ruhig schlafen und von
seinem Glück träumen konnte, da
erwachte in ihm der Gedanke, sich durch
List oder Gewalt zu erstreben, was ihm das
ungünstige Schicksal versagt hatte.
Der Dolch, das Erkennungszeichen des heimkehrenden
Prinzen, stak in dem Gürtel des Schlafenden,
leise zog er ihn hervor, um ihn in die Brust
des Eigentümers zu stoßen. Doch
vor dem Gedanken des Mordes entsetzte sich
die friedfertige Seele des Gesellen; er
begnügte sich, den Dolch zu sich zu
stecken, das schnellere Pferd des Prinzen
für sich aufzäumen zu lassen,
und ehe Omar aufwachte und sich aller seiner
Hoffnungen beraubt sah, hatte sein treuloser
Gefährte schon einen Vorsprung von
mehreren Meilen.
El oficial
de sastre quedó muy asombrado por este
mensaje. Desde entonces miró con ojos
envidiosos al príncipe Omar, irritado
porque a éste el destino, aunque ya
le había dado por tío un poderoso
pachá, le concedía la dignidad
de príncipe, y en cambio a él,
si bien le había dotado de todo cuanto
se necesita para ser un príncipe, al
mismo tiempo, para su escarnio, le había
dado una cuna oscura y una vida corriente.
Hacía comparaciones entre él
y el príncipe; tenía que confesar
que era un hombre con rasgos muy sobresalientes,
hermosos ojos vivos, una nariz ligeramente
curva, una actitud cortesa, en resumen, con
tanto atractivo en su aspecto que cualquiera
desearía poseerlo.
Pero por muchas excelencias que encontrara
en su acompañante, en estas reflexiones
reconocía que un Labakán sería
aún mejor acogido por el principesco
padre que el auténtico príncipe.
Estas consideraciones persiguieron a Labakán
todo el santo día, con ellas se durmió
la noche siguiente, pero, al despertarse por
la mañana, su mirada se fijó
en Omar que dormía tan tranquilo y
soñando con su fidelidad junto a él,
entonces surgió en él la idea
de lograr mediante la astucia o la fuerza
lo que el destino le había negado.
El puñal, la señal para el reconocimiento
del príncipe al volver a su casa, se
veía en el cinturón del durmiente.
Se lo arrebató en silencio con la intención
de clavarlo en el pecho de su propietario,
pero ante la idea del asesinato, retrocedió
el alma pacífica del oficial; se contentó
con llevárselo el puñal, montar
en el caballo más rápido del
príncipe, y, antes de que Omar despertara
y viera privado de sus esperanzas, el compañero
traidor se le había ya adelantado varias
millas.