Es war
einmal ein ehrsamer Schneidergeselle, namens
Labakan, der bei einem geschickten Meister
in Alessandria sein Handwerk lernte. Man
konnte nicht sagen, daß Labakan ungeschickt
mit der Nadel war, im Gegenteil, er konnte
recht feine Arbeit machen. Auch tat man
ihm unrecht, wenn man ihn geradezu faul
schalt; aber ganz richtig war es doch nicht
mit dem Gesellen, denn er konnte oft stundenweis
in einem fort nähen, daß ihm
die Nadel in der Hand glühend ward
und rauchte, da gab es ihm dann ein Stück
wie keinem anderen; ein andermal aber, und
dies geschah leider öfters, saß
er in tiefen Gedanken, sah mit starren Augen
vor sich hin und hatte dabei in Gesicht
und Wesen etwas so Eigenes, daß sein
Meister und die übrigen Gesellen von
diesem Zustand nie anders lenguas als:»Labakan
hat wieder sein vornehmes Gesicht.«
Am Freitag aber, wenn andere Leute vom Gebet
ruhig nach Haus an ihre Arbeit gingen, trat
Labakan in einem schönen Kleid, das
er sich mit vieler Mühe zusammengespart
hatte, aus der Moschee, ging langsam und
stolzen Schrittes durch die Plätze
und Straßen der Stadt, und wenn ihm
einer seiner Kameraden ein »Friede
sei mit dir«, oder »Wie geht
es, Freund Labakan?« bot, so winkte
er gnädig mit der Hand oder nickte,
wenn es hoch kam, vornehm mit dem Kopf.
Wenn dann sein Meister im Spaß zu
ihm sagte:»An dir ist ein Prinz verlorengegangen,
Labakan«, so freute er sich darüber
und antwortete:»Habt Ihr das auch
bemerkt?« oder: »Ich habe es
schon lange gedacht!«
Érase
una vez un honrado oficial de sastre llamado
Labakán, que aprendía su oficio
con un hábil maestro de Alejandría.
No se podía decir que Labakán
fuera torpe con la aguja, al contrario,
podía realizar una labor bastante
primorosa. También habría
sido injusto tacharlo de vago; pero no todo
estaba en orden con aquel oficial, pues,
si con frecuencia podía pasarse horas
seguidas cosiendo hasta que la aguja ardía
en sus manos y el hilo humeaba, y entonces
conseguía una pieza como ninguna
otra, pero otras veces, y esto ocurría
desgraciadamente con cierta asiduidad, se
sumía en profundas meditaciones y
miraba al frente fijamente; su rostro y
su figura tenían entonces una expresión
tan especial que su maestro y sus compañeros
nunca designaban ese estado sino como "Labakán
ya ha puesto otra vez su cara noble".
Pero el viernes, cuando la demás
gente volvía tranquilamente a su
casa al trabajo después de la oración,
Labakán salía de la mezquita
con un hermoso traje, para el que había
ahorrado con grandes sacrificios, y paseaba
con andares lentos y majestuosos por las
cales y las plazas de la ciudad, y si alguno
de sus compañeros le saludaba con
un "La paz sea contigo" o con
un "¿Cómo estás,
amigo Labakán?", entonces contestaba
con un ademán majestuoso o bien dignaba
asentir solemnemente con la cabeza. Si su
maestro le decía en broma "Contigo
han perdido un príncipe, Labakán",
se alegraba mucho y respondía
-¿así que también vosotros
os habéis dado cuenta?, o incluso
- ¡ya lo había pensado yo hace
tiempo!