Noch immer
lag bei dem Grabbügel das aus Zweigen
zusammengebundene Kreuz, die letzte Arbeit
dessen, der nun tot, dahingegangen war.
– Klein-Helga nahm es auf und pflanzte
es, der Gedanke kam ihr ganz ohne ihr Zutun,
zwischen die Steine über ihm und dem
erschlagenen Pferde. In wehmütiger
Erinnerung brachen ihre Tränen aufs
Neue hervor, und in dieser Herzensstimmung
ritzte sie das gleiche Zeichen in die Erde
rings um das Grab, wahrlich die schönste
Einfassung. Während sie mit beiden
Händen das Zeichen des Kreuzes machte,
fielen die Schwimmhäute wie zerrissene
Handschuhe ab, und als sie sich im Quellwasser
wusch und verwundert auf ihre feinen, weißen
Hände herabsah, machte sie wieder das
Zeichen des Kreuzes zwischen sich und den
Toten in die Luft. Da erbebten ihre Lippen,
da bewegte sich ihre Zunge, und der Name,
den sie so oft während des Rittes durch
den Wald gesungen und gesprochen vernommen
hatte, wurde aus ihrem Munde hörbar.
Sie sagte: »Jesus Christus.«
Junto al
túmulo que había levantado estaba
aún la cruz hecha con dos ramas, la
última labor del que ahora reposaba
en el seno de la muerte. La recogió
Helga y, cediendo a un impulso repentino,
la clavó entre las piedras, sobre el
sacerdote y el caballo muertos. Ante el melancólico
recuerdo volvieron a fluir sus lágrimas,
y trazó el mismo signo en el suelo,
todo alrededor de la tumba, como si quisiera
cercarla con una santa valla. Y he aquí
que mientras trazaba con ambas manos la señal
de la cruz, se le desprendió la membrana
que le unía los dedos, como si fuese
un guante, y cuando se inclinó sobre
la fuente para lavarse, vio, admirada, sus
finas y blancas manos, y volvió a dibujar
en el aire la señal de la cruz.
Y he aquí que temblaron sus labios,
se movió su lengua y salió,
sonoro, de su boca, el nombre que con tanta
frecuencia oyera pronunciar y cantar en el
curso de su carrera por el bosque: el nombre
de Jesucristo.