Als ihn 
                                      aber am nächsten Morgen die ersten 
                                      Strahlen der Sonne erweckten, da dachte 
                                      er ernstlich darüber nach, wie er sein 
                                      Leben fristen könne, da ihn Vater und 
                                      Mutter verstoßen. Er fühlte sich 
                                      zu stolz, um als Aushängeschild eines 
                                      Barbiers zu dienen, er wollte nicht zu einem 
                                      Possenreißer sich verdingen und sich 
                                      um Geld sehen lassen. Was sollte er anfangen? 
                                      Da fiel ihm mit einemmal bei, daß 
                                      er als Eichhörnchen große Fortschritte 
                                      in der Kochkunst gemacht habe; er glaubte 
                                      nicht mit Unrecht, hoffen zu dürfen, 
                                      daß er es mit manchem Koch aufnehmen 
                                      könne; er beschloß, seine Kunst 
                                      zu benützen.
                                      Sobald es daher lebhafter wurde auf den 
                                      Straßen und der Morgen ganz heraufgekommen 
                                      war, trat er zuerst in die Kirche und verrichtete 
                                      sein Gebet. Dann trat er seinen Weg an. 
                                      Der Herzog, der Herr des Landes, o Herr, 
                                      war ein bekannter Schlemmer und Lecker, 
                                      der eine gute Tafel liebte und seine Köche 
                                      in allen Weltteilen aufsuchte. Zu seinem 
                                      Palast begab sich der Kleine. Als er an 
                                      die äußerste Pforte kam, fragten 
                                      die Türhüter nach seinem Begehr 
                                      und hatten ihren Spott mit ihm; er aber 
                                      verlangte nach dem Oberküchenmeister. 
                                      Sie lachten und führten ihn durch die 
                                      Vorhöfe, und wo er hinkam, blieben 
                                      die Diener stehen, schauten nach ihm, lachten 
                                      weidlich und schlossen sich an, so daß 
                                      nach und nach ein ungeheurer Zug von Dienern 
                                      aller Art sich die Treppe des Palastes hinaufbewegte; 
                                      die Stallknechte warfen ihre Striegel weg, 
                                      die Läufer liefen, was sie konnten, 
                                      die Teppichbreiter vergaßen, die Teppiche 
                                      auszuklopfen, alles drängte und trieb 
                                      sich, es war ein Gefühl, als sei der 
                                      Feind vor den Toren, und das Geschrei:"Ein 
                                      Zwerg, ein Zwerg! Habt ihr den Zwerg gesehen?" 
                                      fällte die Lüfte. 
Cuando al 
                                    día siguiente los primeros rayos del 
                                    sol lo despertaron, se puso a reflexionar 
                                    seriamente sobre cómo podría 
                                    ganarse su vida, puesto que su padre y s madre 
                                    lo rechazaban. Sentía demasiado orgullo 
                                    para servir de figura decorativa para un barbero, 
                                    no quería ser un bufón y dejarse 
                                    ver por dinero.
                                    ¿Qué debía hacer? Entonces 
                                    se le ocurrió que, como ardilla, había 
                                    hecho grandes progresos en el arte culinario; 
                                    creía, no sin razón, que podía 
                                    esperar de poder rivalizar con algún 
                                    que otro cocinero; decidió sacar provecho 
                                    de su arte.
                                    Tan pronto como se animaron las calles en 
                                    aquel lugar y la mañana estuvo bastante 
                                    avanzada, lo primero que hizo fue entrar el 
                                    la iglesia y rezar una oración. Luego 
                                    se puso en camino. El duque, el señor 
                                    del país, ¡o Dios! era un conocido 
                                    comilón y amente de exquisitos banquetes 
                                    y trataba de buscar a sus cocineres por todas 
                                    las partes del mundo. Hacia su palacio se 
                                    dirigió el pequeño. Al llegar 
                                    a la puerta exterior, los porteros le preguntaron 
                                    por el motivo de su visita y se burlaron de 
                                    él. Pero él preguntó 
                                    por el maestro primero de cocina.
                                    Se rieron y lo llevaron a través de 
                                    los patios y, por dondequiera que pasaba, 
                                    los servidores se detenían, miraban 
                                    hacia él, reían mucho y los 
                                    seguían, de manera que poco a poco 
                                    un interminable cortejo de servidores de toda 
                                    clase iba moviéndose las escaleras 
                                    del palacio hacia arriba. Los mozos de cuadra 
                                    arrojaban sus almohazas, los corredores corrían 
                                    cfunato podían, los tendedores de alfombras 
                                    se olvidaban de sacudirlas, todos se apretujaban 
                                    y revolvían, era, como si el enemigo 
                                    estuviese ante las puertas y los gritos de 
                                    "¡un enano, un enano! ¿Habéis 
                                    visto al enano?" llenaban el ambiente.