An der 
                                      Landstraße im Walde lag ein einsamer 
                                      Bauernhof. Man mußte mitten durch 
                                      den Hofraum hindurch. Da schien die Sonne, 
                                      alle Fenster standen offen. Leben und Emsigkeit 
                                      herrschte innen. Aber im Hofe, in einer 
                                      Laube aus blühendem Flieder, stand 
                                      ein offener Sarg. Der Tote war hier hinausgesetzt 
                                      worden, denn am Vormittag sollte er begraben 
                                      werden. Niemand stand und blickte voll Trauer 
                                      auf den Toten, niemand weinte um ihn. Sein 
                                      Gesicht war von einem weißen Tuche 
                                      bedeckt und unter seinem Kopfe lag ein großes 
                                      dickes Buch, dessen Blätter jedes ein 
                                      ganzer Bogen aus grauem Papier waren. Und 
                                      zwischen jedem lagen, verborgen und vergessen, 
                                      verwelkte Blumen, ein ganzes Herbarium, 
                                      das an verschiedenen Orten zusammengesucht 
                                      war. Das sollte mit ins Grab, das hatte 
                                      er verlangt. An jede Blume knüpfte 
                                      sich ein Kapitel seines Lebens.
 
 Junto a 
                                    la carretera que cruzaba el bosque se levantaba 
                                    una granja solitaria; la carretera pasaba 
                                    precisamente a su través. Brillaba 
                                    el sol, todas las ventanas estaban abiertas; 
                                    en el interior reinaba gran movimiento, pero 
                                    en el patio, en una pérgola entre el 
                                    follaje de un saúco florido, había 
                                    un ataúd abierto, con un cadáver 
                                    que debía recibir sepultura aquella 
                                    misma mañana. Nadie velaba a su lado, 
                                    nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro 
                                    aparecía cubierto por un paño 
                                    blanco. Bajo la cabeza tenía un libro 
                                    muy grande y grueso; las hojas eran de grandes 
                                    pliegos de papel secante, y en cada una había, 
                                    ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo 
                                    un herbario, reunido en diferentes lugares. 
                                    Debía ser enterrado con él, 
                                    pues así lo había dispuesto 
                                    su dueño. Cada flor resumía 
                                    un capítulo de su vida.