Als der
König zum drittenmal ein Fest anstellte,
da ging es nicht anders als die vorigen
Male.
Der Koch sprach zwar: »Du bist eine
Hexe, Rauhtierchen, und tust immer was in
die Suppe, davon sie so gut wird und dem
König besser schmeckt als was ich koche.«
Doch weil sie so bat, so ließ er es
auf die bestimmte Zeit hingehen.
Nun zog es ein Kleid an, das wie die Sterne
glänzte, und trat damit in den Saal.
Der König tanzte wieder mit der schönen
Jungfrau und meinte, daß sie noch
niemals so schön gewesen wäre.
Und während er tanzte, steckte er ihr,
ohne daß sie es merkte, einen goldenen
Ring an den Finger und hatte befohlen, daß
der Tanz recht lang währen sollte.
Wie er zu Ende war, wollte er sie an den
Händen festhalten, aber sie riß
sich los und sprang so geschwind unter die
Leute, daß sie vor seinen Augen verschwand.
Sie lief, was sie konnte, in ihr Ställchen
unter der Treppe, weil sie aber zu lange
und über eine halbe Stunde geblieben
war, so konnte sie das schöne Kleid
nicht ausziehen, sondern warf nur den Mantel
von Pelz darüber, und in der Eile machte
sie sich auch nicht ganz rußig, sondern
ein Finger blieb weiß. Allerleirauh
lief nun in die Küche kochte dem König
die Brotsuppe und legte, wie der Koch fort
war, den goldenen Haspel hinein. Der König,
als er den Haspel auf dem Grunde fand, ließ
Allerleirauh rufen, da erblickte er den
weißen Finger und sah den Ring, den
er im Tanze ihr angesteckt hatte. Da ergriff
er sie an der Hand und hielt sie fest, und
als sie sich losmachen und fortspringen
wollte, tat sich der Pelzmantel ein wenig
auf, und das Sternenkleid schimmerte hervor.
Der König faßte den Mantel und
riß ihn ab. Da kamen die goldenen
Haare hervor, und sie stand da in voller
Pracht und konnte sich nicht länger
verbergen. Und als sie Ruß und Asche
aus ihrem Gesicht gewischt hatte, da war
sie schöner, als man noch jemand auf
Erden gesehen hat. Der König aber sprach:
»Du bist meine liebe Braut, und wir
scheiden nimmermehr voneinander!«
Darauf ward die Hochzeit gefeiert, und sie
lebten vergnügt bis zu ihrem Tod.
En la tercera
fiesta organizada por el rey, las cosas discurrieron
como las dos veces anteriores. El cocinero
le dijo
- eres una bruja, Bestia Peluda, y siempre
le echas a la sopa algo para hacerla mejor
y para que guste al rey más que lo
que yo le preparo.
Sin embargo, ante su insistencia, le permitió
subir por breve tiempo.
Esta vez se puso el tercer vestido, el que
relucía como las estrellas, y con él
se presentó en la sala. El rey volvió
a bailar con la bellísima doncella,
pensando que jamás había visto
otra tan hermosa. Y, mientras bailaban, sin
que ella lo advirtiese le pasó una
sortija de oro por el dedo; además,
había dado orden de que el baile se
prolongase mucho rato.
Al terminar, trató de sujetarla por
las manos, pero ella se escurrió, huyendo
tan ligera entre los invitados, que en un
instante desapareció de la vista de
todos. Se precipitó a toda velocidad
a la cuadra del pie de la escalera, porque
su ausencia había durado mucho más
de media hora, y no tuvo tiempo para cambiarse
de vestido, por lo cual se echó encima
su abrigo de piel. Además, con las
prisas no se tiznó del todo, pues un
dedo le quedó blanco. Luego corrió
a la cocina, preparó la sopa del rey
y, al salir el cocinero, echó en la
sopera la devanadera de oro. El rey, al encontrar
la devanadera en el fondo de la fuente, mandó
llamar a Bestia Peluda y entonces se dio cuenta
del blanquísimo dedo y de la sortija
que le había puesto durante el baile.
La cogió firmemente de la mano, y,
con los esfuerzos de la muchacha por soltarse,
se le abrió un poco el abrigo, asomando
por debajo el vestido, brillante como las
estrellas.
El rey le quitó de un tirón
el abrigo, y aparecieron los dorados cabellos,
sin que la muchacha pudiese ya seguir ocultando
su hermosura. Y, una vez se hubo lavado el
hollín que le ennegrecía el
rostro, apareció la criatura más
bella que jamás hubiese existido sobre
la tierra. El rey fijo
- ¡tú eres mi amadísima
prometida, y nunca más nos separaremos!
Pronto se celebró la boda, y el matrimonio
vivió contento y feliz hasta la hora
de la muerte.